Dicen que, a través de las palabras, el dolor se hace más tangible. Que podemos mirarlo como a una criatura oscura, tanto más ajena a nosotros cuanto más cerca la sentimos.
- A los que aman (Isabel Coixet, 1998)
Ayer tomé el móvil al despertarme, con Eneas dormido al lado. Lo primero que vi fue un mensaje de mi madre de las tres de la mañana a toda la familia Hurlé: "a la una de la mañana se murió Mimí. Fue costoso pero rápido". Mi abuela sucumbió a la infección que la tuvo en la cama el último mes de su vida. Estuvo lúcida hasta el final, arropada por sus hijas e hijos, en su casa, en la habitación con las fotos de sus nietos, su bisnieto y su marido, los libros apretados en las estanterías y las gastadas camas de madera maciza. Los detalles aparentemente sin importancia es con lo que me quedo en situaciones dolosas...
María Dolores Mimí Eusebia Hurlé Álvarez de la Rivera, nacida en Avilés y la menor de seis pintorescos nombres de ópera, deja un hueco en nuestros corazones tan grande como su imponente estatura, disminuida por los años. Dentro de sus posibles, hizo lo que quiso con su vida, al menos la parte de la que yo fui testigo. Se dejó las canas hace treinta años, fumó tabaco negro hasta los ochenta y cinco, y cuando lo tuvo que dejar de verdad (no como las veces que lo iba a dejar pero en realidad no quería), lo dejó de golpe. No se tomó ni una pastilla hasta casi el final de su larga vida, y cuando ya estaba desahuciada médicamente aguantó con dignidad los dolores, manteniendo su genio ("eres muy necio", le dijo a su hijo hace dos semanas en mi presencia; "yo sabré lo que me conviene", apostilló) cuando, aun sin nadie decírselo, ya estaba claro que pintaban bastos.
Mi abuela tenía un carácter espontáneo, directo, rayando lo brusco. No era muy dada a los besos ni a los abrazos, salvo a mí y a mi hermana (y más recientemente, a mi hijo). Su cariño se expresaba de manera más prosaica, principalmente con cantidades copiosas de comida ("hice setenta y dos croquetas, tocamos a seis cada uno. Bueno, yo ocho, porque me comí dos mientras las hacía") y con elaborados jerséis, mantas, faldas y un sinnúmero de confecciones textiles que olían a humo de Ducados hasta el segundo lavado.
Ni por sabido, ni por previsible, duele menos; nadie quiere que llegue el día de decir adiós. Yo solo sé que la voy a recordar todos los días.
Adiós, abuela.