Era la hora bruja cuando lo vi por primera vez, después de un largo y extraño día en La Paz. Corrían los tiempos de la cuarentena, y todo el mundo llevaba mascarillas sanitarias que daban un calor insoportable. La espera había sido larga y el desenlace fue largo también en la noche que conocimos a Eneas.
Yo trataba de estar a la altura de las circunstancias y me enorgullezco de que no me pudieran los nervios, ni el cansancio. La última noche, entre las escapadas nocturnas de Iris, el calor y darle vueltas a la cabeza, apenas había dormido cuatro horas. El conductor que nos había traído a La Paz esbozó un rictus de disgusto al ver dos pasajeros (la cuarentena impide viajar excepto en solitario, salvo casos de fuerza mayor), hasta que comprendió nuestro motivo. Ese fue el único momento de contrariedad que yo me encontré hasta el temido momento de los empujones. El resto del día, a decir verdad, había sido mucho menos trepidante de lo que yo esperaba.
En el paritorio, al caer la tarde, todo se aceleró y cobró un cariz más visceral. Epidural, líquido amniótico de la ruptura de la bolsa, contracciones fuertes y una dilatación tan veloz que sorprendió a la propia matrona, pujos, sudor, sangre, esfuerzo. Fue entonces cuando empecé a tener miedo: ¿por qué tarda tanto? ¿Se está haciendo daño ella? ¿Se está haciendo daño él? ¿Tendrán que llevarla a quirófano? ¿Va a salir todo bien?
Entra y sale la matrona, vienen auxiliares con ominosas herramientas de frío metal y un manantial de gasas verdes, sale y entra la matrona, pujo tras pujo tras pujo, vienen dos ginecólogos, son muy jóvenes, ella empuja y se oyen las herramientas trabajar rápidamente, el ginecólogo pone su mano sobre la barriga de ella y empuja también, pujo, asoma una cabecita, pujo, pujo, y una masa de carne rosa, se diría que humeante, se precipita sobre ella, auxiliares lo limpian con paños calientes y ella, que se estaba rompiendo hace un minuto, que ha hecho el mayor esfuerzo que he visto hacer nunca, en ese momento, en la hora bruja, canta con una voz tan pura de alegría, tan tierna, tan desprovista de cansancio, dolor o incluso el recuerdo de este mediante el alivio:
"¡Hola! ¡Mi amor! ¿No querías salir? ¡Qué guapo eres!"
Con suavidad, la limpian, la curan, y como los tramoyistas de un escenario mágico, van desapareciendo en la noche, dejándonos solos a los tres. A ella, a mí, y a Eneas.
Yo trataba de estar a la altura de las circunstancias y me enorgullezco de que no me pudieran los nervios, ni el cansancio. La última noche, entre las escapadas nocturnas de Iris, el calor y darle vueltas a la cabeza, apenas había dormido cuatro horas. El conductor que nos había traído a La Paz esbozó un rictus de disgusto al ver dos pasajeros (la cuarentena impide viajar excepto en solitario, salvo casos de fuerza mayor), hasta que comprendió nuestro motivo. Ese fue el único momento de contrariedad que yo me encontré hasta el temido momento de los empujones. El resto del día, a decir verdad, había sido mucho menos trepidante de lo que yo esperaba.
En el paritorio, al caer la tarde, todo se aceleró y cobró un cariz más visceral. Epidural, líquido amniótico de la ruptura de la bolsa, contracciones fuertes y una dilatación tan veloz que sorprendió a la propia matrona, pujos, sudor, sangre, esfuerzo. Fue entonces cuando empecé a tener miedo: ¿por qué tarda tanto? ¿Se está haciendo daño ella? ¿Se está haciendo daño él? ¿Tendrán que llevarla a quirófano? ¿Va a salir todo bien?
Entra y sale la matrona, vienen auxiliares con ominosas herramientas de frío metal y un manantial de gasas verdes, sale y entra la matrona, pujo tras pujo tras pujo, vienen dos ginecólogos, son muy jóvenes, ella empuja y se oyen las herramientas trabajar rápidamente, el ginecólogo pone su mano sobre la barriga de ella y empuja también, pujo, asoma una cabecita, pujo, pujo, y una masa de carne rosa, se diría que humeante, se precipita sobre ella, auxiliares lo limpian con paños calientes y ella, que se estaba rompiendo hace un minuto, que ha hecho el mayor esfuerzo que he visto hacer nunca, en ese momento, en la hora bruja, canta con una voz tan pura de alegría, tan tierna, tan desprovista de cansancio, dolor o incluso el recuerdo de este mediante el alivio:
"¡Hola! ¡Mi amor! ¿No querías salir? ¡Qué guapo eres!"
Con suavidad, la limpian, la curan, y como los tramoyistas de un escenario mágico, van desapareciendo en la noche, dejándonos solos a los tres. A ella, a mí, y a Eneas.
Mención especial al equipo de maternidad de La Paz. Personas acogedoras, profesionales, pacientes, didácticas, comprensivas, solventes y cariñosas, un plantel de lujo. Gracias a todas.
ResponderEliminarNo puedo escribir mucho porque me embarga la emoción recordando cuando tú naciste, y se me llenan los ojos de lágrimas al leerte.
ResponderEliminarFelicidades, papá. Felicidades, mamá. Felicidades, Eneas, que has llegado al mundo en un momento increíble e insospechado hace unas semanas. Aún así, la vida, dura en ocasiones, difícil en muchas, y siempre trabajosa, merece la pena ser vivida. Como hoy.
Gracias por hacernos abuelos.
La abuela Manon.
¡Por un momento me olvidé de que ya sabía el final y me preocupé!
ResponderEliminar«Con ominosas herramientas de frío metal», juas. :D Lo mejor de la historia es la reacción de Iris. Como relato corto es estupendo, qué bien que la realidad pueda superar a la ficción también en lo bueno.
Muchas felicidades, y qué suerte tiene con los padres que le tocaron. Me pido ser tío. ^^
Es que no alcanzo a describir la ternura sin ambages con la que le habló. Era puro amor.
EliminarUn antes y un después a mejor!! Me alegro muchísimo compañero.Escueto,tierno,real,acertado,sencillo... Eres muy grande Enzo. Abrazos!!! 🙌🙌🙌
ResponderEliminar¡Gracias, Elías!
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