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lunes, 25 de julio de 2016

"Me quiero ir", dice con un hilillo de voz temblorosa. "Me quiero ir, pero no sé cómo". Y baja la cabeza, alicaída. Ha perdido las ganas de luchar, cada vez hace más preguntas para saber si todos están bien, para saber si la familia está unida. Los esfuerzos para hablar de lo nuevo y de lo antiguo, de lo propio y de lo ajeno, de Gabriel García Márquez o de la situación en Inglaterra, caen en saco roto. "Yo me quiero ir", repite débilmente. No quiere ser una carga, y los despacha a todos, diciendo que no se queden, que han hecho bastante. Un acto de generosidad sin fuerzas cuando siente que ya no quiere sentir más, cuando se da por vencida. Le arrancas una promesa a regañadientes de que os veréis en poco tiempo, la siguiente vez que vengas, para el cumpleaños de mamá, hasta septiembre, ponte buena, un beso.

Al salir del hospital, tienes más interés que de costumbre en buscar el lado soleado de la calle, en demorarte unos instantes en el mirador desde el que se ve el mar de azul brillante, en caminar despacito saboreando el aire de un julio espléndido. A modiño, respirando hondo para quitarte el nudo del estómago.

No te vayas todavía.

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