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jueves, 23 de febrero de 2012

Mecánica del Desastre



Esta era la honesta pregunta que se hacía mi compañero Tunky ante la masacre sufrida en la tristemente célebre asignatura de Mecánica del Sólido, de tercer curso de mi carrera. Después de llenar dos aulas magnas con alumnos de primera convocatoria, segunda convocatoria, tercera convocatoria, cuarta convocatoria o quinta convocatoria, nos repartieron un examen que se parecía a los tests preparatorios, que tan buenas sensaciones nos habían dado a todos, en que estaba escrito en castellano.

Una semana después, la distribución de notas era la siguiente (gracias a Luis Lezana por su Excel-ente disposición):

222 alumnos entre 0 y 1

Pues sí, hay un pico entre 5 y 6 donde se concentran la mayor parte de los afortunados, enhorabuena para ellos por despertar de la pesadilla. Hay incluso tres matrículas de honor (vaya genios) y la curiosamente imposible nota de 9.99 (examen tipo test de 16 preguntas con cuatro posibles respuestas, la máxima nota por debajo de 10 es 9.38, pero como vean, ¿eh?). La media está en 2.04, que me la he calculado, y eso no teniendo en cuenta que la mayoría de los ceros son en realidad notas negativas, hasta un menos dos y pico potencialmente. La desviación típica es de 1.99, lo cual significa que típicamente se espera que la nota máxima del atendiente a este examen sea de 4.03. 

Y llámenme difamador, pero la calidad docente de estos señores deja bastante que desear, por si alguien no lo intuyese ya. El catedrático acostumbra a mencionar a modo ilustrativo las obras de las que fue responsable y que luego se cayeron o resultaron peligrosas o mal diseñadas. Y para rematar, este es el último año de docencia de la asignatura. Gracias a nuestro amado plan Bolonia, los que no aprueben en septiembre se tienen que comer la asignatura sin clases, sólo con tutorías.

El examen de Helicópteros, de quinto curso, lo aprobamos todos y cada uno de los presentados. Y la materia no es ninguna bobada, es aerodinámica a niveles por encima de casi cualquier otra carrera. Saquen sus propias conclusiones, caballeros.

Yo un 1.19.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Ira

Ayer volvía de casa de mi novia cuando uno de tantos artistas del Metro brindó a mi vagón una función de magia. El individuo en cuestión era de mediana edad y extranjero y hablaba un español bastante indescriptible. Portaba discman y amplificador, sombrero de copa de plástico rosa y un par de cuerdas mágicas. Realizó un truco con una pelota de ping pong que controlaba en el aire, otro con un cuaderno que a sus órdenes mágicas se dibujaba, coloreaba o borraba solo y otro con las cuerdas, en el estilo tradicional de prestidigitador.

Llegada la hora de pasar el sombrero, sólo uno de la escasa docena de pasajeros le dio algunas monedas. El pobre mago, que había tratado de apelar a nuestra buena conciencia con loas chapurreadas a los usuarios de Metro en general, se enfadó. Comenzó a decir, en un castellano bastante más comprensible, que en el vagón aquel no había educación, que no tenía para comer... Llegó a decirle a uno de los ocupantes que la próxima vez que lo viera, sería él, el mago, quien le daría veinte céntimos, ya que estaba claro que a él, el mago, le sobraba, mientras que al pasajero no.

Tal fue su enfado que cuando salió del coche en la siguiente parada los sorprendidos viajeros lo comentaron entre sí, con miradas entre indignadas y divertidas.

Yo no llevaba más que un billete de 10 euros y un par de céntimos, y ninguno me parecía apropiado para la situación. Supongo que el resto de espectadores se vieron en situación análoga, pero la cuestión de fondo, y la que me parece que resta toda razón al enfado del ilusionista, es la siguiente: nosotros no pudimos elegir no ver la función. Comprendo que te siente mal haber perdido el tiempo, por decirlo así; comprendo que la cosa está muy mal y que cualquier ayuda es poca, y comprendo que uno no actúa en el Metro por vocación sino por necesidad. Pero lo que no puede pasar es que obligues a gente a ser espectador y luego te enfades si no te pagan.

¿No?

viernes, 10 de febrero de 2012

¿Y si...?

¿Y si Garzón es culpable de prevaricación? ¿Y Camps inocente? Bueno, lo segundo es más difícil de creer. Pero en cuanto a la culpabilidad del Capitán Justicia, parece que media España tenemos muy claro que no existe tal. Por supuesto, un juez como él, defensor de las víctimas de la Guerra Civil, perseguidor incansable de terroristas y corruptos, está libre de todo mal y lo dictado por el Tribunal Supremo no es más que una pantomima y una conspiración.

los malvados planes del Doctor No han hecho mella en el Capitán

Yo mismo me siento inclinado a apoyar a Garzón, con la acusación siendo unos fachas y todo lo demás que huele a vino.

Pero la postura que me gustaría tomar es en realidad falaz. No importan las cosas buenas que haya hecho Garzón, cuando se le juzga por una mala. Lo único que tiene que valorar el Supremo es si existió o no prevaricación, y esta conclusión no puede verse influida por la reputación del acusado o sus acusadores. Si bien puede no gustarme la sentencia (que básicamente lo prejubila), tampoco he seguido el caso hasta el punto de poder asegurar vehementemente que no es justa. Los medios de izquierdas y gente como Llamazares o Iñaki Gabilondo lo tienen muy claro, pero, ¿y si...?

No digo que Garzón sea culpable. Digo que antes de rasgarse las vestiduras defendiéndolo hay que tomarse un momento para pensar. Bien pudiera ser que, llevado por una justa ansia de acabar con la corrupción, hubiera dado un paso en falso y abusado de su poder como juez. El fin no justifica los medios.



Eppur si muove!

jueves, 9 de febrero de 2012

Ejercicio

En mi barrio hay muchos ancianos. Incluso hay una residencia de la tercera edad. Algunos de estos paisanos son bastante activos, y hay uno en particular en que me empecé a fijar el año pasado por lo peculiar.

Se trata de un señor de unos 75 u 80 años, con el pelo totalmente blanco, gafas, gorra de señor y pantalones de pana que sale a correr. Sale a correr tal cual os lo he descrito, con los pantalones de pana e incluso chaqueta de abuelo. Va a una velocidad muy moderada, por supuesto; alguna vez lo he adelantado caminando. Pero el señor trota, no es que camine rápido.

Cuál no sería mi sorpresa esta mañana cuando al ir a coger el metro, me encuentro a este caballero (cuyo nombre me gusta pensar que ha de tener una resonancia arcaica, como Telesforo o Casimiro) dando vueltas a su típico ritmo delante de los tornos. Su chaqueta, que no necesitaba por la superior temperatura del ambiente (lo que es de suponer era su razón para haber escogido tal, asaz extraña, pista de carreras), pendía de un cartelón de los de "¡Ojo, mojado!". Fabriciano, o tal vez Nicomedes, impertérrito ante el flujo de incrédulos pasajeros, realizaba así su ejercicio diario.

Poesía, este señor.