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miércoles, 22 de febrero de 2012

Ira

Ayer volvía de casa de mi novia cuando uno de tantos artistas del Metro brindó a mi vagón una función de magia. El individuo en cuestión era de mediana edad y extranjero y hablaba un español bastante indescriptible. Portaba discman y amplificador, sombrero de copa de plástico rosa y un par de cuerdas mágicas. Realizó un truco con una pelota de ping pong que controlaba en el aire, otro con un cuaderno que a sus órdenes mágicas se dibujaba, coloreaba o borraba solo y otro con las cuerdas, en el estilo tradicional de prestidigitador.

Llegada la hora de pasar el sombrero, sólo uno de la escasa docena de pasajeros le dio algunas monedas. El pobre mago, que había tratado de apelar a nuestra buena conciencia con loas chapurreadas a los usuarios de Metro en general, se enfadó. Comenzó a decir, en un castellano bastante más comprensible, que en el vagón aquel no había educación, que no tenía para comer... Llegó a decirle a uno de los ocupantes que la próxima vez que lo viera, sería él, el mago, quien le daría veinte céntimos, ya que estaba claro que a él, el mago, le sobraba, mientras que al pasajero no.

Tal fue su enfado que cuando salió del coche en la siguiente parada los sorprendidos viajeros lo comentaron entre sí, con miradas entre indignadas y divertidas.

Yo no llevaba más que un billete de 10 euros y un par de céntimos, y ninguno me parecía apropiado para la situación. Supongo que el resto de espectadores se vieron en situación análoga, pero la cuestión de fondo, y la que me parece que resta toda razón al enfado del ilusionista, es la siguiente: nosotros no pudimos elegir no ver la función. Comprendo que te siente mal haber perdido el tiempo, por decirlo así; comprendo que la cosa está muy mal y que cualquier ayuda es poca, y comprendo que uno no actúa en el Metro por vocación sino por necesidad. Pero lo que no puede pasar es que obligues a gente a ser espectador y luego te enfades si no te pagan.

¿No?

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