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domingo, 15 de marzo de 2020

Coronavirus

El miércoles o el jueves salía yo de trabajar y hacía un día estupendo. Sol sin quemar, los almendros en flor, multitud de pájaros (algunos poco frecuentes como verderillos o carpinteros rojos), y calma. Ya habían cerrado las universidades y colegios, pero aún no nos habían puesto en cuarentena, por lo que se veía gente por la calle, pero poca. La sensación general era de precavido sosiego.

En ese momento me embargó una inexplicable felicidad. Tras semanas duras en el trabajo, por motivos que no vienen al caso, llevaba un tiempo deprimido. Me notaba muy cansado al final de cada día y desde luego estaba preocupado, pagándolo a menudo con la pobre Iris, que ya tiene bastante llevando a Eneas dentro. Y sin embargo, la epidemia de coronavirus, de algún modo, puso las cosas en perspectiva. Ya no parecían tan graves mis problemas cotidianos, en parte; por otro lado, me pareció una vivencia insólita y fascinante.

No quiero frivolizar con el riesgo que entraña la pandemia. Sin embargo, creí ver en ese momento la oportunidad para nuestra sociedad de librarse de lo accesorio y valorar lo imprescindible, lo que nos hace humanos. La solidaridad. La alegría. Las ganas de hacer feliz a los demás. La perseverancia.

Por no hablar de lo sano que puede ser tener tiempo para meditar, leer, hacer trabajos manuales, preparar habitaciones de bebé... en definitiva, pausar y pensar.

Creo sinceramente que nuestra sociedad saldrá de esta más sana.

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